D. GABRIEL, BUENO Y MÁRTIR

Hago un remedo o imitación de la obra de Unamuno, pero,  en su caso, el protagonista, San Manuel, finge ser creyente para no escandalizar a sus feligreses. Este no es el caso de D. Gabriel, cura párroco de Santibáñez de la Isla en los duros y procelosos años de la primera mitad del siglo XX, es decir, durante la segunda república y la guerra civil. Él sí era un auténtico creyente y practicante, una persona ejemplar donde las haya.

Poco sé de sus datos biográficos, pero lo considero secundario. Lo único que sé es que era nativo de Villares de Órbigo. Era persona condescendiente y tolerante, como cuando permitía a los mozos/as pasear, dentro de la iglesia un día de Navidades después del rosario, un gallo dentro de un “carreto” que después serviría de rifa.

Pero su saber estar lo demostró primero teniendo mucha paciencia durante la república, pues varias veces no sabía si le permitirían realizar procesiones en Semana Santa o en las fiestas patronales.

Después vino la guerra civil, y ahí supo estar a la altura de los hombres de inmenso corazón. Fue un auténtico hombre de Paz, una verdadera autoridad moral.

Con el alzamiento militar, los nacionales se hicieron con el poder en la zona y las represalias no se hicieron esperar. Patrullas de falangistas o requetés, a horas intempestivas, sacaban de sus casas a simpatizantes republicanos (para aquellos todos eran comunistas) y los ejecutaban cobardemente. En otras partes de España, el proceso fue a la inversa. No me decanto por ningún lado.

Un buen día llega a casa de D. Gabriel una patrulla preguntándole:

-¿Quiénes de este pueblo son rojos?

-Aquí todos son buenos, responde.

-¿Van todos a misa?

-Todos vienen a misa.

Terminó la guerra y se forma un nuevo poder local. A estos dirigentes o a sus amigos no les gustó que el venerable Gabriel hubiera protegido  a los simpatizantes republicanos. Entonces comenzaron a vomitar ponzoña, cizaña e insidia en el obispado contra un ejemplar e intachable cristiano, como lo era nuestro entrañable protagonista. Nadie levantó la voz en su defensa. No hubo despedida en su destierro. Una fría y lluviosa mañana marchó para siempre de su querido Santibáñez.

No hay ninguna placa que menciones su gesta, tal vez porque es innecesaria. Y como yo digo: “lo que se graba en piedra o en el metal más duro, llega a borrarse; pero lo que se graba en el corazón y en el sentimiento de una persona es eterno”.

 

Honorino Joaquín Martínez Bernardo