EL HOGAR DE LOS POBRES

 


 

Eran Doroteo y Josefa un feliz matrimonio que vivía en un pequeño pueblo de una de las abundantes vegas leonesas. Para Doroteo eran las segundas nupcias, pues había enviudado con cuatro hijos. Josefa era nativa de un vecino pueblo y se casó animada por un tío suyo que era cuñado de la anterior esposa de Doroteo. Tuvieron cuatro hijos, el mayor era fraile marista y murió a los diecinueve años. Siguieron dos hijas y el pequeño no llegó a los dos años.

 

Su humilde hogar se localizaba en la esquina de un cruce de calles del más pequeño de los dos barrios divididos por el río. Su puerta, que daba entrada a personas y al carro con sus correspondientes animales, se orientaba hacia el norte, donde se encontraba una plaza triangular. La casa tenía forma, a grandes rasgos, rectangular, pero sólo tenía tres lienzos, pues al este limitaba en unos de sus lados más largos con la casa de uno de los vecinos que tenían hijos de edades parejas a los de nuestros protagonistas. Las habitaciones estaban, principalmente, en el piso superior del lienzo oeste y eran muy luminosas, pues a parte del camino vecinal paralelo al lienzo se encontraba una de las calles del cruce, amén de las huertas habidas en el cuadrante de esas dos calles. En el lienzo sur, al fondo de la entrada, estaba, como era costumbre, la cocina, grande y poco luminosa, pues daba a un huerto y sólo tenía un ventanuco de reglamento. Tenía bóveda de adobes para el borrajo, con su correspondiente campana de recogida de humos, y al lado el horno del pan. A continuación la cuadra de los “bueis” que daba paso al pajar, cuyo “buquirón” daba al camino vecinal. En la parte superior estaban la “yastra” y gran parte del pajar. También había un corredor, al igual que en el lienzo norte, que disponía de una habitación y dependencias para la ceba.

 

Nuestros personajes eran personas caritativas en grado sumo. Nunca rechazaron a un pobre que les pidiera alimento o cobijo. Había en la localidad una institución llamada “El bastón de los pobres”, consistente en que cada año un cabeza de familia ostentaba el simbólico bastón y se encargaba de distribuir a los pobres llegados al pueblo, en uno o sucesivos días, por vereda, en las casas de los demás vecinos para que les diesen cena y cobijo. Este encargado estaba exento de alojar indigentes. Sin embargo el año que le tocó el cargo a Doroteo, varias veces en que indicaba las casas correspondientes a dar alojamiento, algunos vecinos se escudaban diciendo a los pobres que ya habían alojado el día anterior o simplemente les daban un portazo en las narices con la hipócrita frase: “Dios lampar”. También se oyó en otra ocasión decir a un vecino: “vayan a esa “casa de la esquina”, la susodicha, que ahí acogen a pobres”. Estos desamparados volvían otra vez al distribuidor diciendo: “si nos alojara usted…” Ese año, en el cargo del bastón, fue el de más acogimiento de todos.

 

Los indigentes, conseguido el acogimiento, salían a pedir limosna por las demás casas. Obtenían principalmente pan y otros alimentos que cocinaban los alojadores en una cena comunitaria. Algunos de estos refugiados serían los transmisores, durante las veladas, de cuentos, coplas, romances, por ejemplo: “El Conde Alinos y Gerineldo”y villancicos: “A la puerta llora un Niño”. La cama de estos “sin techo” era indudablemente el pajar. Varias veces decía Doroteo a un hijo: “sube encima de los “bueis” y tira “pal” pajar una “cañizada” de paja.

 

En una ocasión le comentó una vecina a Josefa: “el señor cura ha dicho que muchos pobres no son devotos ni observantes”. Ella contestó: “Don Primitivo que diga lo que quiera, yo voy a seguir acogiendo a pobres”. Con los vecinos del barrio siempre fueron condescendientes y solidarios, sobre todo con Ciriaco y Maruja, pobres de solemnidad y que tantas veladas pasaron en dicha casa, pues no tenían ni leña para calentarse. En cierta ocasión le pidieron a Doroteo la “gadaña” y al otro día se la devolvieron en dos cachos. No fue capaz de reprocharle ni exigirle nada.

 

Algunos vecinos que no tenían horno de pan utilizaban el de nuestros amigos. Eso sí, trayendo su correspondiente harina y leña. Cada hornada cocía doce o catorce hogazas de tres kilos cada una, que eran repartidas entre los vecinos del grupo, a los cuales ya se les debía, para de esta forma intercambiar el pan y comerlo, en lo posible, tierno. A veces si sobraba un poco de masa, hacían una torta con azúcar o la figura de un maragato. Era graciosa y repetida la frase de la “ti” Ángela: “el mi Martín tiene la boca forrada de hojalata, no espera a que se enfríe el pan”.

 

Su generosidad también alcanzaba a los sencillos vendedores ambulantes que llegaban al pueblo en carro, mulo, bicicleta o a pie. Muchos de ellos tuvieron parada y fonda en la “la casa de la esquina”. En cierta ocasión rechinaban los dientes de nuestros protagonistas al ver que unos vecinos, miembros de una familia numerosa como solía ser habitual, acosaban, regateaban e incordiaban a un vendedor de vasijas de barro que venía con su borrico portando en unas alforjas de red la mercancía envuelta en paja para su protección.

 

Todos los hechos y anécdotas contados son verídicos y fidedignos. Solo son ficticios los nombres de los benefactores, que son los abuelos maternos de quien esto escribe que no los conoció en persona, pero sí sus emociones  y sentimientos, todos ellos positivos y altruistas. Sus ejemplares conductas fueron y serán fructíferas y dignas de perpetua honra, recuerdo y admiración.

 

 

Honorino Joaquín Martínez Bernardo